¡Basta! Estamos cansados de leer una y otra vez las mismas frases manidas que se escriben desde que el mundo es mundo, estamos hartos de escuchar que el poeta sólo escribe con el corazón, estamos agotados de los que dicen que no quieren leer poesía porque no desean contaminarse. Estamos asqueados de los pretendidos vanguardistas de medio pelo, de los que defienden con uñas y dientes la falta de moderación y de quienes insultan a todo el que intenta acercarles un poco de claridad, o al menos, un poco de experiencia.
Jaime Sabines —poeta nacido en Tuxda Gutiérrez, Chiapas, México, en 1926— dijo: “La libertad se adquiere, paradójicamente, con el mayor rigor y la mayor disciplina. Así es la creación poética. Alguna vez dije que era un ejercicio impúdico, en el que el hombre se tiene que desnudar para escribir. El poeta tiene que darse totalmente en cuerpo y alma. Entonces hay que dejar muchísimo para escribir. No es cuestión de que le dicten a usted todos los poemas. Hay que tener el oído bien despierto, alerta los ojos y toda la piel al descubierto, y escribiendo aprender a escribir, como el nadador que quiere llegar a nadar bien y tiene que meterse al agua todos los días; ése es el hecho de escribir, el ejercicio de escribir, la disciplina de escribir. Sólo a través de muchos años se van obteniendo resultados, únicamente cuando se ha hecho una buena siembra se van cosechando productos consistentes.” (“La poesía es un destino”, entrevista a Jaime Sabines por Ana Cruz)
Sin embargo, estos personajes de los que hablábamos insisten en que las musas llegan de improviso y los invaden, aseguran que entonces la poesía sale, se manifiesta, y el producto de esa inspiración es arte. Dicen que si uno corrige lo que escribe deja de ser fiel a sí mismo. Dicen que no buscan fama ni aplausos, pero saltan como fieras cuando alguien se atreve a señalarles que lo que escribió está plagado de frases hechas y carece de musicalidad o, por el contrario, agobia con rimas que se ven forzadas. A estos personajes habría que decirles que son unos pelafustanes si dejan que las pobres musas hagan todo el trabajo y no usan un poquito la cabeza para moldear aquello que la inspiración ofrece. Y también, que ser fiel a uno mismo es justamente lo contrario de lo que piensan, puesto que la verdadera fidelidad consiste, ni más ni menos, que en el trabajo constante, en la corrección, la búsqueda de nuevas maneras de expresión, en la experimentación con la propia voz y no la copia edulcorada de los versitos que se imprimen en las tarjetas de felicitaciones.
Sobre esta búsqueda habla Abelardo Castillo, escritor nacido en San Pedro, Argentina, en 1935, en una entrevista que le hicieron en Artnovela.com.ar:
“Yo nunca siento que lo hecho está terminado. Y no creo que la corrección pertenezca a la retórica. A lo que trivialmente llamamos literatura. Paul Valéry tocó este tema de la corrección. Él decía que se trataba de algo que uno hacía en uno mismo, llevado por la pasión de acercarse a un modelo ideal al que nunca se llegará. Esto pertenece menos a la literatura que a una zona metafísico-poética. ‘Es un acto ético, más que estético’, decía Valéry. En definitiva se trata de aproximar ese original todavía indeciso, que está entre el ser y el no ser, al modelo ideal que uno tiene en la cabeza mucho antes de sentarse a escribir.”
Juan Gelman (Buenos Aires, Argentina, 1930) se expresó en igual sentido, en oportunidad del reportaje realizado por Claudio Zeiger para Radar, suplemento de Página/12, Argentina, en octubre del 2001: “En realidad ningún poema se termina nunca. Como decía Octavio Paz, en realidad el poema no se termina sino que se abandona. La corrección es lícita y necesaria. Yo solía escribir todas las noches, desechaba lo que no me parecía bien, sobre todo cuando veía que asomaba la maquinita de la poesía. En general he escrito series de poemas que se convirtieron en libros o no pero en el término de unos dos o tres meses. Con Valer la pena es la primera vez que tardo tantos años en terminar un libro. Y bueno, con respecto a la tercera parte de la consigna, soy claro. Tirar significa eso: tirar a la basura. Pero no hay arrepentimiento.”
Para escribir poesía hay que abrirse al mundo, hay que leer. Hay que atreverse a matar un mal verso para parir un buen poema.
Para escribir poesía hay que salir del agujero de uno mismo, abrir los ojos y el alma, aprender de los que caminan por ella y la enaltecen; hay que respetarla. Marcelo di Marco (Buenos Aires, Argentina, octubre de 1957) expresó en una entrevista: “Creo en la poesía. Creo en la fuerza de la poesía, y trato de acercarme a ella con sumo respeto en cada nuevo poema que intento.”
Empaparse de esa fe y ese respeto es la única manera de sentir y escribir poesía.
El planeta Ombligo
Un solo ejemplo basta para descubrir al planeta Ombligo y a sus ilustres habitantes. Supongamos que se presenta ante nuestros ojos un texto pretendidamente de vanguardia. El seudo-poeta que lo ha escrito se vanagloria de haber leído tanto en su vida que ya no le preocupan ni la forma ni el fondo porque su extraordinaria poesía está más allá del bien y del mal.
El poema es algo así:
“Amor mío si de amor se trata tus ojos están en mis sueños
Triquilingui cofisuni, manumamu
La naranja mecánica es una naranja
¡Sabéis que sois mi amor!
Triquilingui
cofisuni,
manumamu
amor dolor alma y sensación”
Ya que no puede elogiarse como el poeta ombliguista espera, en lugar de felicitarlo nos surgen algunas dudas:
1) Siendo dueños de tan rico idioma, ¿por qué no usar palabras que existen o, en todo caso, por qué no inventar palabras con algún asidero, como ya han hecho Cortázar, Girondo o Huidobro?
2) “Tus ojos están en mis sueños” es una frase manida y algo descriptiva. Se puede decir así, pero también puede decirse: “en el secreto tu mirada es luz” u otra imagen más afortunada, si pensamos algunos días más. Recordemos las palabras de Quinto Horacio Flaco, nacido en diciembre del año 65 a.c. en Venusia (hoy Venosa), Apulia, Italia: “Condenad todo poema que no ha sido depurado por muchos días de corrección”.
Le explicamos entonces al ombliguista que tampoco comprendemos la estructura del “texto”, y, aunque muchas veces en poesía no es necesario comprender para sentir, su ¿poema? no nos hace sentir nada, salvo desconcierto y esta necesidad de preguntar.
Nos mira fijamente y dice:
—Me salió así, es mi estilo y jamás corrijo lo que escribo. Mirá a Cortazar y a Arlt. La verdadera literatura se hace con aquellos que se cagaron en las reglas gramaticales y en las normas impuestas, que se animaron a inventar.
Sentimos entonces un calor que nace en nuestros pies y poco a poco sube hasta la cabeza. Contestamos:
—Mitos como que Cortázar no corregía nunca sus textos, que Arlt era un ignorante y que escribía tocado por su varita mágica; mitos tales como que escribir poesía es acomodar palabritas varias y hacer un mejunje ilegible, o repetir las mismas frases usadas hasta el cansancio, son los que hacen que quienes se creen artistas, genios de la palabra, sigan nadando en su propia ignorancia y pensando que quienes se preocupan por aprender de los que ya fueron y vinieron son unos cerrados que no tienen talento.
Un poeta intenta escribir simple para que, dentro de su caos, el lector no se sienta ajeno ni confundido, sino parte de ese caos. De esta manera, el lector nunca queda en ascuas, ni está solo, ni siquiera piensa que quien escribe es superior, aunque rompa con las normas, aunque invente palabras, las corte, las desgrane.
El verdadero poeta tiene la conciencia de hacerlo para alcanzar el fin que se propone. Sabe que el poema se bastará a sí mismo.
Lo que define al artista es su propio arte, ese algo que está más allá, ese algo indefinible, que hace que nos guste o no una obra.
Y así se cierra la discusión: para el pretendido poeta seguimos siendo seres planos que no comprenden la “verdadera poesía”… Y él sigue siendo para nosotros un habitante más del ridículo planeta Ombligo.
Ser o no ser
Hablar de poesía, cuando se siente profundamente la poesía, cuando uno intenta hacer poesía, puede resultar difícil. Pero aconsejar a quien se inicia en la creación poética, cuando ese alguien se niega a tomar conciencia de que escribir poesía no sólo es un placer, sino también una manifestación responsable de la propia visión, que requiere mucho más que frenesí, es mucho más difícil; o al menos, un arduo trabajo. Hay que superar las barreras de la necedad, la vanidad y sobre todo, de la negación que comúnmente poseen los poetas del corazón.
Cuando uno comienza a andar el camino de la poesía debe tener la humildad de reconocer que dicho camino es eterno, y la fe suficiente para saber que sólo alcanzaremos la meta cuando el último suspiro nos abra las puertas de la muerte.
Publicado por Karina Sacerdote
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