de Stefan Sweig -Tres espíritus creadores

martes, 7 de agosto de 2007

La importancia de leer



“Si yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, y me faltara el amor, sería simple bronce que resuena y campana que repica. Si yo tuviera el don de las profecías, conociendo las cosas secretas con toda clase de conocimientos, y tuviera tanta fe como para trasladar los montes, pero me faltara amor nada soy. Si reparto todo lo que poseo a los pobres y sin entrego hasta mi propio cuerpo para ser quemado, pero sin tener amor, de nada sirve.

El amor es paciente, servicial y sin envidia. No quiere aparentar ni se hace importante. No actúa con bajeza, ni busca su propio interés. El amor no se deja llevar por la ira, sino que olvida las ofensas y perdona. Nunca se alegra de algo injusto y siempre le agrada la verdad…”(Epístola de San Pablo a los Corintios) En cierta oportunidad el escritor argentino Jorge Luis Borges escribió: “Somos producto de la Biblia y los cantos homéricos”. Con semejante botaude quería resumir, con cierta rebuscada elocuencia erudita, que el hombre occidental forjó su espíritu y su intelecto, a lo largo de muchas civilizaciones, gracias a las lecturas realizadas a los libros bíblicos y a los cantos de la Odisea y la Iliada. Los libros además de proporcionarle estructura humanista al espíritu, encierran infinidad de secretos. Por lo pronto consideraré dos que en lo particular para mí son claves (y necesarios conocer) al momento de aventurarse más allá de las tapas de un libro, de cualquier libro.

Un hombre que lee es un hombre que piensa. Ahí está el primer secreto de esa actividad en apariencia inservible que consiste en leer libros. La lectura es un acto que reclama de nosotros cierta capacidad para descifrar signos y luego nos exige aislamiento y raciocinio. Leemos para comprender la escritura sencilla y complicada, al mismo tiempo, de la vida y de los días que pasan. Leemos para encontrar la belleza del mundo, su exaltada, sublime o violenta metáfora, cuando pasa a través del cedazo del lenguaje escrito. Leer es un acto civilizatorio por excelencia.

En el poema “Orlando furioso”, de Ariosto, hay un fragmento que relata la feroz batalla entre el brujo Atlante y Bradamante, la sensual y valerosa amazona. Atlante es un hechicero invencible y que hasta ese instante ha derrotado a todos sus adversarios. Atlante para enfrentar a Bradamente sólo tiene como arma un libro con poderes mágicos. Se desata la batalla y el hechicero Atlante está venciendo a la exuberante Bradamente. La hormonal amazona se finge herida y Atlante, ganado en su ingenuidad caballeresca va en su auxilio. Bradamante aprovecha la ocasión y despoja a Atlante del libro. Este breve recuento de la batalla entre Atlante y Bradamante ejemplifica a la perfección ese otro secreto que poseen los libros: la magia. Los libros son objetos mágicos. Ese poder nigromántico que tienen los libros permite como simples lectores trasladarnos a otros sitios, a otros universos, a vivir la vida de otros, sus aventuras y sus amores. Luego con el transcurrir de los años todo eso que hemos leído se traspapelará con nuestras vivencias personales, enriqueciendo así nuestra existencia. Leemos para amueblar de poesía, aventura, sueño e imaginación nuestros días.

Muchas personas, y entre ellos una buena cantidad de maestros y profesores, creen que es necesario leer libros para educarse. Pero eso de lo que hablan profesores y maestros es sobre la formación profesional, cuestión que a decir de Savater es importante y necesaria, pero si de leer literatura se trata la cuestión entonces es inaplazable e imprescindible. Osea leemos libros para cuestiones más vitales y hondas que la de educarnos o la de hacernos una cultura. Ustedes dirán, ¿para qué puede servir leer las aventuras que narra Homero sobre Ulisis en la Odisea? ¿En que puede ayudarnos la locura de Don Quijote que confunde molinos de vientos con gigantes? ¿En qué puede favorecernos que el príncipe venza al dragón y salve a la princesa? Ulisis era astuto, Don Quijote estaba más loco que una camisa de fuerza y el príncipe era temerario y valiente. Ahora yo les pregunto: la vida diaria no exige que seamos astutos, medio locos, temerarios y valientes para enfrentar no ya a dragones o cíclopes, sino a las adversidades cotidianas. Cada uno de esos personajes de la ficción literaria enseña una lección particular, una lección que trata no de darnos herramientas para hacernos de una profesión, comprar un carro, casarnos, tener hijos y engordar como vacas y cerdos respectivamente. No. Lo que esta lección trata de educar en nosotros es nuestro espíritu, trata de enseñarnos que la locura y los sueños pueden hacernos personas menos viles, vacías y malvadas, que para ayudar a los demás sé necesita ser solidario y algo temerario; que eso de estar cruzados de brazos, mientras los dragones de la vida diaria acechan, es una posición egoísta y comodona. Creo que es significativo experimentar en la vida ordinaria nuestra personal historia de dragones y princesas, luchando por lo hermoso que tiene la vida y tratando de frenar a los bárbaros que censuran libros, que odian a quienes tienen un color distinto en la piel, para no contarnos entre las huestes de quienes tienen vocación autodestructiva y dejan de ver los atardeceres, de oler el aroma de algunas flores, de admirar la frescura de una muchacha; quienes dejan lo bello por los saldos en rojos y las cuentas por pagar. Por eso leemos libros, para ensamblarnos de humanidad y ser mejores personas. Leemos para reedescubrir en la práctica esa parte positiva, solidaria, sensible y humana que hay en todos nosotros.

Todo se encuentra en los libros. Absolutamente todo. Por ejemplo cuando de niño pasé a la adolescencia y dejó de interesarme el juego de béisbol, o la cháchara hueca de los amigos, comencé a inquietarme por el sexo. Decidí saciar mi curiosidad leyendo libros. Lo primero que cayó en mis manos fue “La teoría sexual” de Sigmund Freud. Mucho tecnicismo científico para mi impúber y febril curiosidad hormonal. En mi búsqueda desesperada di con “El decamerón” de Giovanni Boccacio. Libro que en al momento de su publicación (en el año 1758) fue prohibido y censurado por sus historias algo escabrosas. Con semejantes antecedentes quería leer el libro y ya no tanto por las historias sobre sexo que contenía, sino por ese fanatismo censor, incivilizado y destructivo que dicho libro despertó en su momento. Boccacio no me defraudó ni el sentido sexual ni en el literario.

La imagen más feliz que conservo de mi infancia es esa donde estoy tumbado a pierna suelta, en el sofá de la sala o en la cama de mi cuarto, leyendo. Actitud despreocupada y plácida que causó, por supuesto, más de un disgusto a mi madre. Recuerdo así mismo mi primera conquista a fuerza de poemas, cursaba el quinto grado. Como siempre he sido algo tímido, tosco y feo me he valido de la literatura para conquistar mujeres y en verdad no me ha ido tan mal.

Crecí en un barrio donde la droga, la prostitución, los juegos de azar y los vicios mínimos eran el pan de cada día. En mis días de adolescencia la lectura me pertrechó de un discurso que muy pocos tenían en el barrio. Hablaba como un libro. Este hecho hizo que las otras personas me ficharan como un bicho curioso, como un muchacho serio y estudioso. La gente en el barrio me respetaba por el sólo hecho de llevar bajo el brazo a Doña Barbara, Platón, Neruda, Herman Hesse y yo me sentía un poco como el Atlante del poema de Ariosto. La lectura me salvó de los vicios que circulaban por el barrio. La literatura me salvó al igual que a Shahrazad en el libro de relatos de “Las mil y una noches”. Es bastante conocida la historia que es la espina dorsal del libro: el atormentado juramento del rey de casarse cada noche con una virgen que hace decapitar al despuntar el nuevo día. Cuando le tocó el turno a Shahrazad esta urdió el plan de narrar historias que se ramificaban en otras historias de una noche a otra. Con perplejidad en una de las noches el rey oye de boca de Shahrazad su propia historia de rey cruel. Entonces recapacita, rompe su juramento y vive el resto de sus días con Shahrazad.

He escrito algunos libros. En mis textos hablo de mi barrio y de los personajes que cruzaron por mi vida. Siempre vuelvo a mi barrio y todavía llevo un libro bajo el brazo y aun el libro posee el mismo efecto de encantamiento que tenía en mis días de adolescente. Siempre que me doy una vuelta por mi barrio, con la nostalgia mordiéndome el corazón, recuerdo una frase del escritor Ray Bradbury: “Las cárceles están llenas de millones de personas que jamás leyeron un libro”. Tuve suerte. Todavía creo que tengo suerte porque sé que algún libro me espera, sea para leerlo o para escribirlo. Definitivamente tuve mucha suerte.

Mi experiencia personal, más como lector, me ha enseñado que la importancia de la lectura reside en el hecho que esta fortifica nuestra alma, le proporciona carnadura verbal a nuestros sueños y deseos más íntimos. Daniel Pennac ha escrito: “El hombre construye casas porque está vivo pero escribe libros porque se sabe mortal. Vive en grupos porque es gregario pero lee porque se sabe solo. La lectura es una compañía que no ocupa el lugar de ninguna otra y a la que ninguna compañía distinta podría reemplazar. No le ofrece ninguna explicación definitiva sobre su destino pero teje una retícula apretada de complicidades entre la vida y él Ínfimas y secretas que hablan de la felicidad paradójica de vivir, al tiempo que iluminan el absurdo trágico de la vida. De modo que nuestras razones para leer son tan extrañas como nuestras razones para vivir”.

(ext.arteliteral-2002)

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