de Stefan Sweig -Tres espíritus creadores

domingo, 6 de julio de 2008

Cómo escribir


El placer por el simple hecho de escribir me condujo sin esfuerzo alguno a la literatura y empezó a descomponer lentamente el fantasma de “ser escritor”, o “ser poeta”: Descubrí que la gente se refería a mi persona de ese modo, aún en mi ausencia. Confieso que al principio, sentía cierto pudor al enterarme de eso que ocurría, o que cuando yo llegara a algún sitio mis amigos me saludaran “¡Poeta!” Luego esa sensación fue desapareciendo, hasta formar parte de mí, como quien arrastra una renguera aceptada, o el que es tuerto y en lugar de disimular con un ojo de vidrio usa uno de esos encantadores parches de cuero.
A raíz de eso algunas personas empezaron a acercarse a mí para que yo les diese alguna opinión sobre lo que ya habían escrito, o para que las orientara acerca de la dirección que debían tomar para cristalizar sus voluntades de escribir algo. En este camino me he encontrado con algunas páginas estupendas, otras dignas de corrección y –las menos- decididamente impresentables.
Estas últimas me resultaron las más difíciles, debido a que siempre me pareció estúpido el papel de esos Zaqueos presuntamente conocedores de las Tablas de la Ley y la estructura del Aleph.
Siempre tengo en cuenta, en esos casos, por lo menos tres ejemplos meridianos que creo muy oportuno trasmitir en este momento. Empezaré por el más cercano a mi lugar de origen, para ir alejándome geográficamente.
He escuchado de primera fuente a la muy querida y respetada actriz argentina Norma Aleandro contar una anécdota notable: Cuando ella tenía quince años, quiso inscribirse en una escuela de actores. Debió pasar por un examen de ingreso. Creo recordar que la examinadora era una actriz de Europa oriental y el casting tenía fuertes exigencias. Dice la adorable Norma que cuando llegó su turno se paró en medio del escenario, un poco intimidada por aquella señora. Norma trató de encontrar el punto mejor iluminado en el escenario, con la cabeza un poco gacha y los hombros hacia adentro, esperando alguna instrucción para iniciar un discurso previamente estudiado. Como esa orden no llegó nunca, ella no empezó, y escuchó con claridad una voz que casi gritaba: “No sirrrve”: Sin haber dicho una palabra, Norma Aleandro fue rechazada por una profesora que siempre ignoraría su talento.
Otro caso ocurrió en la década del sesenta del milenio pasado, involucra a Buenos Aires y también a un colombiano, pero la historia corre en dirección opuesta. La Editorial Losada decidió publicar una novela larguísima de un desconocido escritor colombiano, que había sido periodista free lance en Europa, con pocos o ningún antecedente en materia de ficciones.
Se trataba de Gabriel García Márquez, con su fabulosa “Cien años de soledad”. ¿Por qué quiero usar este hecho como ejemplo? : Porque al Gabo le habían rechazado la misma novela, con anterioridad, en dieciséis casas editoras, y todas ellas se perdieron la gloria que hoy tiene Editorial Losada y que compartimos, gozosos, muchos argentinos que disfrutamos de los triunfos que tienen quienes encaran desafíos contra toda apuesta.
El tercer y último ejemplo es el de Albert Einstein, reprobado una y otra vez para el ingreso en la escuela de Física, donde lo consideraban un subnormal. Creo que huelga cualquier otro comentario.
Estoy seguro que a esta altura de mi exposición todos los lectores tienen otros ejemplos en mente, -yo mismo conozco algunos más-, pero los que he elegido me parecieron lo suficientemente poderosos, tanto que sustentan la idea de que para quien pretenda dedicarse a escribir, los estímulos externos son subjetivos, o sea que cada cual asimila esos estímulos, y luego los sufre o se vale de ellos.
Por eso no me canso de decirles a todos los jóvenes que se acercan hasta mí con el deseo de ser escritores, que difícilmente encontrarán autores que los conviertan en mejores escritores. Hay, sin embargo, una cantidad de escritores que los convertirán en lectores sagaces. ¿Y... para escribir?, me preguntará más de uno. Lo que sigue no es un retruécano, ni un juego de palabras ni una forma de mostrarme inteligente. Es más: Toda tautología tiene un costado estúpido con el que me identifico bastante. Y aún a riesgo de que me identifiquen desde afuera con esta tautología, permítame decirle que a mí me parece que para escribir hay que escribir.
De todas las cosas que he hecho para estimular a amigos y desconocidos en el camino de la escritura, la más positiva que recuerdo fue la de reparar y luego regalarle una máquina de escribir a mi querido amigo, el Bebe Márquez.
Se trataba de un viejo modelo que me dejaron de regalo, cuando compré un departamento en Arenales y Talcahuano. Para la dueña anterior la máquina –además de otros objetos- eran “basura” que vendría a buscar más adelante, para disponer de ella o tirarla. Yo no emití opinión, esperando secretamente que nunca viniera. Así ocurrió, y de ese modo me convertí en el inesperado poseedor de un archivador para carpetas colgantes y de una anciana máquina Underwood, hoy una pieza de colección.
En aquel entonces yo me manejaba con mi deliciosa Lettera 22, una pieza encantadora y portátil. Durante alguna de nuestras interminables charlas, el Bebe me dijo que quería dejar constancia de ciertos pensamientos, reflexiones e ideas que, separadas, le parecían inconexas. Estaba seguro que todo se conectaría cuando pudiera escribirlas, por lo que se le había ocurrido que yo podría ser el instrumento o el vehículo para plasmar aquellas impresiones. Yo me quedé perplejo. Aunque habíamos hablado incansablemente sobre autores, libros y proyectos, no me imaginaba la situación de escribir su libro. Ni siquiera puedo concebir cómo dos grandes, como Borges y Bioy pudieron trabajar juntos para fabricar las novelas de Bustos Domecq.
(Siempre me pareció que el acto de escribir era una especie de rito sagrado, íntimo y privado, que se conectaba con muchos otros actos en los que intervienen una serie de personas, mecanismos e instituciones, y que ese acto finalmente se cerraba con otro acto, el que también tenía su cuota de ritual personal, privado y venerable...)
Cuando salí de mi estupor ante semejante pedido, le pedí al Bebe que me acompañara a la baulera del edificio. De allí rescatamos la máquina y la arreglamos esa misma noche. (Tenía suelto un tensor que sostenía el carro en la posición correcta, de modo que cada vez que uno accionaba la palanca espaciadora hacia la derecha, para bajar el renglón, la máquina devolvía el carro con toda rapidez hacia la izquierda) La operación completa nos llevó unas dos o tres horas. En el curso de la misma me negué con una sonrisa al proyecto del Bebe, y aunque sé que hubiera preferido otra cosa, ambos fuimos felices de ver cómo habíamos sido capaces de reparar la máquina, además de haber terminado con todo el licor que había en mi casa. El Bebe se fue temprano en la mañana, con un bolso ebrio de todas las palabras que existen en el mundo.
Mucho más tarde comprendí que yo podía trasmitir qué era y cómo hacer un cuento, y establecí ciertos parámetros que me habían servido en el pasado para llevar a cabo mis intenciones. Así que en un período un poco difuso, pero que podría definir en unos siete años, dicté con suerte diversa un taller de cuentos para adolescentes y adultos, en el que principalmente tranquilizaba a mis talleristas respecto de la impotencia que ellos debían enfrentar una y otra vez.
Era para mí edificante verlos identificados con las tribulaciones que han sufrido muchos otros escritores que resultaron finalmente reconocidos. El ponerse al tanto de vidas como las de Salgari o Poe nos dan otra dimensión de la literatura: Esos seres a quienes consideramos espléndidos debieron enfrentar –al igual que nosotros- desventuras económicas que los sitúan más del lado de acá, donde reside todo lo dificultoso de la existencia, que del muelle mundo etéreo en el que viven las ideas.
Una de las cosas que me gustaba trasmitir era que la vida y mi insistencia me llevaron junto a mi querido amigo Gustavo Agüero hasta la casa de Ernesto Sábato, con quien compartimos una hermosa tarde de otoño, y en la que recibimos de parte de don Ernesto una opinión sumamente tranquilizadora respecto de la producción del escritor: Él dijo que no hay tiempo perdido para el artista. Nos explicó que –aún de la inactividad más dolorosa- el artista puede arrancar más adelante algo positivo que nivele esa inactividad, haciendo que de ella surja, en el futuro, alguna obra llena de belleza.
Ahora se me ocurre –hablando de inactividad y desventuras de los escritores- que por razones de tipo económico no tuve oportunidad de seguir con mi taller: Justo después de los años noventa, época que recuerdo como la más infame década de la historia argentina, la cantidad de alumnos que asistían a mi taller fue reduciéndose en proporciones geométricas. Ante un estímulo de esa naturaleza, uno puede tomar dos caminos: Enfadarse y mandar todo al diablo, cerrándose a nuevas opciones, o buscarle la vuelta al conflicto, hasta que éste quede desactivado.
En eso estamos usted y yo, ahora: Como todo cambia, la literatura ha cambiado. (Está cambiando en este momento...) Este acto que otrora hubiera sido un libro de impresión barata, -o un opúsculo publicado en un mimeógrafo (pero... ¿alguien sabe hoy en día qué es un mimeógrafo?)-, ahora resulta de acceso gratuito gracias a la red.
La red nos ha provisto de una poderosa herramienta a quienes pretendemos hacer de la lectura un hábito más frecuente: Al contrario de lo que se especulaba hace dos décadas, respecto del alejamiento tanto de los niños cuanto de los adultos de las páginas de los libros, ahora ambos grupos leen un poco más que antes, sólo que hoy no se humedecen los dedos para voltear las hojas, sino que les basta con apretar la flecha de abajo para subir el texto, o lo manejan con el ratón de la computadora. (Después de todo, ésta que usted lee también es una página...)
Si lo que está usted buscando en ella es una respuesta para enseñar a leer o a escribir, habrá encontrado no un conjunto de reglas, sino una serie de opiniones. Espero que así lo entienda si estas palabras que yo dejo para usted merecieran un comentario de su parte.
En cuanto a los niños, nuestros niños, estoy seguro que serán mejores individuos y más capaces de hacer una sociedad mejor si se convierten en buenos lectores. Para conseguirlo, sugiero escuchar la queda palabra de Jorge Luis Borges, un tanto parafraseada: “No los obliguemos a leer un libro si éste no les otorgase una cuota de placer”.
Sé que hay voces que se levantan en contra de este concepto, pues sostienen que en los momentos de displacer frente a la lectura es cuando debe primar la disciplina del lector. A mí me parece que esa disciplina genera en el niño el efecto contrario a provocarle el placer de la lectura.
Para enseñar a leer, opino que basta con dar el ejemplo: Por un lado podemos mostrarnos en el momento de la lectura para que nuestros hijos nos vean gozar de los libros, y por el otro, brindándoles a ellos nuestro tiempo, leyéndoles historias en voz alta. El mejor momento del día, según he experimentado, es el último, cuando los niños se van a la cama. Entonces podemos elegir la historia que más les plazca para leérsela mientras ellos van quedándose dormidos. Aunque muchas veces tengamos la impresión de que nuestros hijos están pensando en otra cosa, el ritmo suave de nuestra palabra les resulta tranquilizador. Finalmente creo que las costumbres –buenas o malas- se adquieren en el seno familiar: Si buscamos la virtud y la excelencia, debemos considerar que ambas cualidades no son productos aislados de generación espontánea sino que ellas aparecen con el metódico ejercicio de sanos hábitos.

© Horacio Otegui®, 1994-2003

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