de Stefan Sweig -Tres espíritus creadores

martes, 17 de junio de 2008

Campo y habitus en Cien años de soledad




Orlando Araújo Fontalvo
orlandoaraujof@hotmail.com
Universidad del Atlántico
Magíster en Literatura Hispanoamericana
Instituto Caro y Cuervo


Si bien es inobjetable que una obra como Cien años de soledad responde a la tradición literaria colombiana y a su particular proceso socio-histórico, es igualmente indiscutible que con ella García Márquez transgrede los límites del campo colombiano y se instala en el universo de las tomas de posición de América Latina. Al momento de la publicación de Cien años de soledad, por ejemplo, el campo de la novela latinoamericana era dominado por tomas de posición esencialmente cosmopolitas y decididamente experimentales. Tres tristes tigres (1965), del cubano Guillermo Cabrera Infante, Rayuela (1966) del argentino Julio Cortázar, Paradiso (1966), del cubano José Lezama Lima, La Casa Verde (1966), del peruano Mario Vargas Llosa y Cambio de piel (1967), del mexicano Carlos Fuentes. Sin embargo, como veremos más adelante, las tomas de posición más significativas para el análisis de la obra de García Márquez son las efectuadas por el cubano Alejo Carpentier: El reino de este mundo (1949), Los pasos perdidos (1953) y El siglo de las luces (1962).

Esencialmente, son dos las posiciones centrales de este estado del campo literario latinoamericano que se ha dado en llamar vanguardia: el cosmopolitismo y la transculturación. La primera surge por la confluencia de tomas de posición en las que se abandonan los espacios rurales y se procura la universalidad a partir de esquemas y modelos provenientes de Europa. La segunda, en cambio, se nutre con la pluma de escritores que retoman el regionalismo, al tiempo que echan mano de modelos provenientes de su propia cultura continental. Fue Ángel Rama quien llamó la atención sobre los perjuicios que entrañaba la simplificación del concepto de la vanguardia latinoamericana. El crítico uruguayo propuso que, en lugar de establecer la escueta oposición entre la vanguardia y las corrientes tradicionales o regionalistas, se aceptara el funcionamiento de dos vanguardias paralelas dentro de las letras continentales.

Esta idea de Rama permite una visualización más precisa de las similitudes y diferencias entre las áreas culturales de América Latina. Del mismo modo, es posible reconocer la existencia de dos diálogos culturales simultáneos y distintos. "Ambos son diálogos auténticamente americanos, con un desarrollo varias veces secular, y aunque sus operaciones pueden emparentarse dentro de la clara opción modernizadora que las rige, sus productos son distinguibles por los materiales diferentes y las circunstancias diferentes en que trabajan, por la cosmovisión que reflejan, por la lengua que eligen y los recursos artísticos que ponen en funcionamiento" (1).

El diálogo interno enlaza zonas desequilibradas de la cultura latinoamericana y procura alcanzar su modernización sin perder los elementos que constituyen su tradición y su idiosincrasia. Su naturaleza es integradora, toda vez que reconoce el peso del pasado. El diálogo externo, por el contrario, establece una comunicación directa entre los centros exteriores de donde fluyen los impulsos transformadores y puntos latinoamericanos ya modernizados.

"El externo ha sido llamado cosmopolita, retomando la denominación que asumió para sí la sociedad intelectual europea de fines del siglo XIX y que usó como bandera la famosa revista inglesa Cosmópolis; al interno ha preferido denominarlo transculturador, porque aunque los dos responden al omnímodo poder modernizador de la hora y en ambos la base del comportamiento es la capacidad de adaptación, en éste último ella se cumple desde el nivel de las culturas profundamente enraizadas en la vida histórica del continente, tratando de conseguir el máximo de preservación de sus valores en el proceso transformador" (2). A lo largo de la historia de las letras latinoamericanas, en cada uno de estos polos han coincidido escritores de las más diversas posiciones políticas, religiosas y doctrinales. El polo modernizador cosmopolita, por ejemplo, ha sido ocupado por escritores como Jorge Luis Borges, Julio Cortázar o Carlos Fuentes. Del mismo modo, la línea transculturadora ha estado representada por novelistas como Miguel Ángel Asturias, Juan Rulfo, Gabriel García Márquez o Augusto Roa Bastos.

Por encima del color local o el compromiso social, el cosmopolitismo reivindica el legítimo derecho del escritor a la cultura toda del universo. No se trata de una simple transposición a lo foráneo sino el establecimiento de una nueva red de relaciones y vinculaciones enmarcadas en un orden universal. Algunas de las ventajas del cosmopolitismo fueron esgrimidas en su momento por el mexicano Carlos Fuentes: "Se nos olvida que también en el cosmopolitismo hay una aspiración muy nuestra, muy valedera, muy cierta, muy concreta, que es la de no debilitarnos en el aislamiento, la de romper este aislamiento que nos disminuye y encontrar toda una serie de correspondencias y de afirmaciones en las relaciones abiertas de la cultura" (3).
En síntesis, el cosmopolitismo no es una simple adscripción a las técnicas, sino una sólida tendencia a la universalización de los valores y una instalación plena y adulta en una temática, una peripecia y unos personajes indefectiblemente universales. Porque "si la asunción de las técnicas como instrumentos universales y neutrales constituyó un punto de partida, la evolución posterior dio prueba de la íntima vinculación que ellas manifiestan con un perspectivismo internacional. La utilización de los escenarios, personajes y temas de cualquier lugar del mundo, el manejo de una materia prima internacional, fue mera consecuencia lógica y legítima de la absorción de las técnicas foráneas. La legitimidad de esta libre incorporación de materiales no deja sin embargo de llamar la atención sobre la fuerza de atracción que cumple el polo externo en un período de creciente tensión del sistema literario, la cual no hace sino reproducir la tensión del organismo social latinoamericano" (4).

Ahora bien, el vocablo transculturación, que reemplazó a la voz angloamericana aculturación, fue propuesto en 1940 por el antropólogo cubano Fernando Ortiz, con el propósito de precisar los distintos momentos del proceso de transición de una cultura a otra. Esta noción concibe la cultura que recibe el influjo modificador, no como una entidad pasiva e inferior, sino como una energía profundamente creadora capaz de actuar tanto sobre su herencia particular, como sobre los aportes externos. Por consiguiente, la transculturación supone una honda reestructuración del sistema cultural. Operan procesos de pérdida de elementos constitutivos, así como de redescubrimiento. Las incorporaciones no constituyen una burda aglomeración de caracteres, sino un fenómeno nuevo e independiente. No es, entonces, una modificación unilateral, sino una ecuación dialéctica que modifica ambas partes.

Así pues, un concepto proveniente del campo antropológico, fue empleado con éxito por Angel Rama, a quien hemos estado citando, para definir las características de una de las posiciones centrales del campo de la novela latinoamericana. Precisamente, una de las tendencias más sobresalientes de la transculturación fue, sin duda, el abandono de la lengua escrita literaria y su traslado a los registros del habla. En el caso específico de Cien años de soledad, García Márquez apela a un modo de contar que dice haber aprendido de su abuela y que consiste, esencialmente, en la nivelación rigurosa y equivalente de los datos realistas y maravillosos dentro de una fluencia coloquial. En ese sentido, no cabe duda sobre la naturaleza transculturadora de la apuesta garcíamarquiana, al regenerar la expresividad del regionalismo y ponerla a tono con las nuevas exigencias estéticas. La superación del discurso realista del regionalismo que propone Cien años de soledad, restablece el contacto de la literatura con un universo de invención mítica que había quedado oculto por el orden rígido de la modernidad racionalista. Desde esta posición, el novelista de Aracataca, redescubre las virtudes del habla y el narrar popular del Caribe colombiano sobre la base de nuevas técnicas y procedimientos narrativos.

Como puede apreciarse, las tomas de posición transculturadoras "no buscan cancelar la expresividad regional ni sustituir la estructura alcanzada por el sistema literario latinoamericano, sino regenerarlas en el ritmo del tiempo, habida cuenta de nuevas exigencias estéticas. Su calidad revolucionaria estriba en que, como toda revolución, avanzan hacia el futuro mediante un amplio giro que les hace retomar del pasado los elementos esenciales, constitutivos, de una forma peculiar de vida y destino, asumiendo conjuntamente el nivel artístico que corresponde al ingreso de Latinoamérica a otro estrado de participación en el consorcio universal" (5).

Es decir, el polo transculturador de la vanguardia latinoamericana también tiene en cuenta las técnicas externas y la herencia universal, sólo que elabora sus productos atendiendo primariamente las singularidades culturales de auténticas regiones defensivas del continente. Lo que supone una renovación que aprovecha la técnica moderna, al tiempo que reelabora formas expresivas y modos de narrar que fluyen del seno mismo de las culturas internas que hemos anotado. En oposición a los escritores cosmopolitas, que trabajan desde las más desarrolladas urbes latinoamericanas, los autores transculturadores surgen de los enclaves internos, de reciente impregnación modernizadora, de antiguas culturas orales o analfabetas. Por eso los narradores cosmopolitas son decididamente urbanos, "mientras que los transculturadores siguen siendo capaces de posesionarse de las zonas rurales, de los pueblecitos abandonados, de las costumbres arcaicas, de la otredad representada por las culturas autóctonas americanas" (6).

Por otra parte, diversas tomas de posición transculturadoras efectuadas por escritores del Caribe como Cepeda Samudio, Rojas Herazo y el propio García Márquez determinaron el traslado geográfico del centro de la modernización literaria en el país y la consiguiente transformación del campo literario colombiano. En abril de 1950, por ejemplo, García Márquez escribía en El Heraldo que el provincianismo literario en Colombia empieza a dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar. En realidad, lo normal hubiera sido que Barranquilla y Cartagena recibieran el influjo desde Bogotá, pero sucedió lo contrario. El Caribe colombiano había estado expuesto a la influencia transculturadora de diversas Metrópolis extranjeras, por lo que tuvo una modernización literaria más acelerada. Es más, creo que no sería exagerado afirmar que las tomas de posición del Caribe colombiano se comprenden mejor en el universo estético e ideológico del Gran Caribe que en el ambiguo campo literario de Colombia. No se equivoca García Márquez cuando afirma que el Caribe es un solo país. Una realidad pluricultural bañada por ese mar interior que se forma entre el continente y el arco de las Antillas. En todo caso, lo que no tiene discusión es el hecho de que esa divertida narración de lo consabido, como lúcidamente definió Rama la novela de García Márquez, arrojó luz y prestigio a un espacio cultural hasta ese momento oscurecido y subestimado por la cultura dominante de la región central de Colombia.


La modernidad inasible

"La modernidad es una palabra en busca de su significado".
Octavio Paz

En el caso de América Latina, los diversos modos de transición a la modernidad de cada país han hecho de ésta una experiencia desequilibrada y traumática. Las tentativas de modernización de unas naciones con disímil pasado colonial y diferente composición poblacional no han alcanzado la altura de las empresas culturales del continente. Sin duda, el problema de Latinoamérica, en cuanto a la cuestión de la modernidad, se halla en la naturaleza misma de su proceso de colonización. La España que conquistó el nuevo mundo estaba, en el siglo XVI, replegada sobre sí misma, cerrada, aislada intelectualmente de los influjos innovadores de la moderna conciencia europea. La España adalid de la contrarreforma, era, en efecto, un país lleno de paradojas que, en los comienzos de la modernidad, y gracias a las rentas de América, favorecía de modo considerable el desarrollo del capitalismo pero curiosamente permanecía feudal "y proyectaba en los territorios por ella conquistados la anacrónica estructura señorial y el espíritu medieval" (7).

En el caso específico de Colombia, y utilizando una perspicaz observación de García Márquez, la característica más sobresaliente provenía de la constatación de que la gran contienda sociopolítica, ideológica y militar del siglo XIX había concluido con el triunfo de los sectores más tradicionalistas. "En lo que tiene que ver con los asuntos de la cultura, de la vida del espíritu y de los desarrollos del pensamiento, lo cierto es que la tristemente célebre regeneración de Núñez y Caro significó el repliegue del país, su aislamiento con respecto de los procesos universales de la modernidad" (8). Su propósito no fue otro que considerar como esencia de la nacionalidad colombiana ciertos elementos de la cultura de hacienda en su versión señorial, esto es, que se identifica la nación colombiana con un definitivo y sagrado sistema patriarcal de explotación que funciona, a todas luces, como un mecanismo de resistencia frente a cualquier impacto de la historia. "El proyecto de la hegemonía conservadora era el heredero de los mismos vicios, de las mismas costumbres, de la misma inercia que había postergado en la propia España la experiencia plena de la modernidad" (9).

Es esta suerte de modernización en contra de la modernidad es lo que ha permitido que la estructura socioeconómica de Colombia cambie sin que cambien sus estructuras de poder ni las imágenes míticas del consenso colectivo. Es precisamente este sincretismo colombiano el que ha impedido el proceso secularizador de la modernidad. No es exagerado afirmar que Colombia ha tenido modernización sin modernidad. Pues el desarrollo material, el crecimiento de la producción y la riqueza, no ha correspondido a una avance espiritual, a una maduración en la mentalidad de las gentes.

Ahora bien, dejando a un lado la peculiaridad de Colombia y pasando al plano continental, cabe decir que en enero de 1959, la revolución castrista en la isla de Cuba modificó sustancialmente la estructura del campo del poder en América Latina y planteó, de paso, el asunto de la modernidad. De un campo dominado exclusivamente por la posición que ocupaba el proyecto capitalista, se paso a un estado de tensión con la posición socialista.

La revolución cubana dejaba al descubierto una realidad inédita: no era totalmente utópico imaginar una modernidad cuya estructura no estuviera armada en torno a la acumulación del capital, al dispositivo de la producción, la circulación y el consumo de la riqueza impuesto en América Latina por la modernidad capitalista. Muchos intelectuales y escritores simpatizaron con el triunfo de la Revolución y se identificaron ideológicamente con sus principios. Novelistas como el mexicano Carlos Fuentes, el argentino Julio Cortázar, el peruano Mario Vargas Llosa y el colombiano Gabriel García Márquez conformaron una especie de núcleo alrededor del cual giraban otros muchos escritores. Así, a los ojos de la mayoría, apareció una posible vía para la redención continental. Carlos Fuentes "llegó a decir que después de la Revolución Cubana él ya no consentiría hablar en público más que de política, jamás de literatura; que en Latinoamérica ambas eran inseparables y que ahora sólo se podía mirar a Cuba" (10).

Como se ve, la toma de posición de Cuba efectuada en el campo del poder latinoamericano, influyó profundamente en la renovación ideológica del campo literario. García Márquez, que escribe Cien años de soledad pocos años después de la Revolución, toma posición en el sentido de redefinir el proyecto de la modernidad en América Latina. En modo alguno se trata de un determinismo rústico, como podría pensarse, sino de una compleja coyuntura ideológica, representada en la intersección de diferentes variables: los movimientos políticos en el campo del poder, la estructura de las relaciones en el campo literario y las particulares disposiciones del habitus garcíamarquiano. Ahora bien, siendo la racionalización el componente indispensable de la modernidad, el novelista postula a partir de su escritura una superación de la misma. El cinturón de castidad racionalista, como lo llamó García Márquez, construyó una representación cultural de la realidad que en el campo literario privilegió siempre la verosimilitud. En este sentido, la novela garcíamarquiana del año 67, afirma la existencia de una posibilidad literaria con soluciones distintas a las del racionalismo; a su vez, proclama la libertad discursiva, la destrucción del metarrelato lingüístico, la desacralización y consecuente transgresión de los códigos verbales como muestra de que es imperioso ir mucho más allá.

En esta toma de posición, se aprecia el interés del escritor por dar cuenta de importantes aspectos de la realidad latinoamericana que resultan incomprensibles desde la óptica racionalista. No se trata de negar por completo la razón, sino de poner en entredicho la eficacia del discurso lógico-racional . De buscar una nueva racionalidad que sirva para indagar más allá de lo puramente verosímil. Este nuevo instrumento abriría la posibilidad de replantear el proceso de la modernidad en Latinoamérica y haría viable una nueva hermenéutica de la historia humana a partir de la experiencia continental.


El archivo y la reconstrucción mítica
del sujeto histórico


"Si la historia no está hecha, entonces, la hacemos todos al poder volver a narrar, y la ficción se constituye en un nuevo pentagrama sobre el que se pueden reordenar el tiempo y el espacio a través de textos".

Marta Morello Frosch

La eventual revisión de la modernidad imperante, que propone García Márquez en su toma de posición, conduce, indefectiblemente, al cuestionamiento del discurso histórico institucional de América Latina. Una voz oficial que, puesta al servicio de la burguesía, ha servido más para edificar silencios que para develar el rostro oculto de nuestra identidad. Parece un lugar común hablar de los vínculos entre la historia y la literatura en un continente cuyo imaginario inauguran el Diario del Almirante y las crónicas del Descubrimiento y la Conquista. Los hilos de una y otra disciplina se confunden, una y otra vez, en un tejido híbrido que no permite discernir dónde empieza la una y dónde termina la otra. De hecho, la novela latinoamericana ha encontrado en la historia el caldo propicio para asegurarse una voz inconforme, no degradada. Una suerte de contra-discurso histórico para el conocimiento y la interpretación de una realidad sui generis.

Con una sugestiva argumentación que oscila entre Foucault y Bajtín, Roberto González Echevarría sostiene que Cien años de soledad, más que una novela histórica, es una ficción de archivo. De hecho, "the archetypal archival fiction" (11). Un particular tipo de obra cuya producción de sentido depende de lo que él ha dado en llamar la entidad del archivo. Para el crítico cubano, el núcleo evolutivo de la tradición narrativa latinoamericana ha estado desde siempre estrechamente ligado con la singularidad de una entidad cultural que se define a sí misma a partir del discurso de Occidente. Concretamente, dicha tradición se generó en relación con tres manifestaciones del discurso hegemónico occidental: las leyes coloniales, los escritos científicos de muchos naturalistas que llegaron a América en el siglo XIX, y el discurso antropológico. De este modo, a través de los escritos europeos, del discurso estatal en la forma de institutos de folclor, museos y demás, se construyó la versión dominante de la cultura latinoamericana en la época moderna.

Las leyes coloniales, por su parte, establecieron la estructura de las relaciones entre la narrativa latinoamericana y los discursos dominantes, toda vez que suponían un control sobre la escritura y el conocimiento. Sobre este particular, recuérdese que los inquisidores españoles prohibieron terminantemente que se publicaran o importaran novelas en las colonias hispanoamericanas con el argumento de que esos libros disparatados y absurdos podían ser perjudiciales para la salud espiritual de los indios. Por esta razón, durante trescientos años, los hispanoamericanos sólo leyeron ficciones de contrabando. Mario Vargas Llosa ha dicho en repetidas ocasiones que quizá los inquisidores españoles fueron los primeros en percatarse del peligro que entrañaban las propensiones sediciosas de la ficción. Vivir las vidas que uno no vive es fuente de ansiedad, de rebeldía frente a lo establecido. Resulta comprensible, entonces, que España desconfiara de la literatura y la sometiera a todo tipo de censuras. Como dice el novelista peruano, salir de sí mismo, ser otro, aunque sea ilusoriamente, es una manera de ser menos esclavo y de experimentar los riesgos de la libertad.

Luego de la independencia, y hasta bien entrado el siglo XX, la narrativa latinoamericana imitó la singular representación continental que habían construido los naturalistas y etnógrafos del siglo XIX. Imagen conceptual basada en las costumbres, el habla, las historias y otras peculiaridades culturales. Precisamente, este fue el discurso realista por el que optaron los escritores que produjeron lo que se ha dado en llamar la novela de la tierra. Ahora bien, las ficciones de archivo, cuya más prominente manifestación sería Cien años de soledad, son novelas que retoman las funciones de las tres mediaciones fundamentales a que he aludido y les atribuyen una existencia real en la figura del archivo. Las ficciones de archivo son novelas que intentan hallar la clave tanto de la cultura como de la identidad latinoamericana; en esa medida caen dentro de la mediación aportada por el discurso antropológico, pero sin aceptar la representación cultural construida por el discurso institucional. Sin embargo, una de las principales características de este tipo de novelas es que privilegian el lenguaje literario. A diferencia de sus predecesoras, las ficciones de archivo no pretenden otra cosa que ser literatura, buena literatura, y no otra forma de discurso hegemónico. Este tipo de novelas no busca, entonces, tumbar presidentes ni modificar regímenes. Recuérdese, por ejemplo, la opinión del propio García Márquez cuando sostiene que esa posición lo único que consiguió fue atiborrar las librerías con novelas ilegibles.

Así pues, desprovistas de cualquier creencia pragmática en la eficacia de la literatura como forma directa de presión política, este tipo de ficciones aspira, más bien, a cumplir una función similar a la que cumplió el mito en la sociedad primitiva. A causa de esto, estas obras terminan por resultar esencialmente míticas. En Cien años de soledad, por ejemplo, la preocupación principal es la búsqueda de una identidad que nos permita entender no sólo de dónde venimos, sino también qué somos frente a otras identidades. En sus páginas se entreteje la axiología, la historia, el conocimiento y la política, en un fresco caríbico que procura, mediante la imaginación, construir una metáfora mítica del hombre latinoamericano.

No cabe duda que con esta ficción de archivo, García Márquez pretende dar una explicación del presente continental a partir de un discurso que ficcionaliza el pasado para hallar los orígenes socio-históricos del conflicto. Este discurso "tendrá como función actualizar el pasado, reconstruirlo en su nueva significación, y naturalizarlo para un nuevo grupo. Narrar la historia sería entonces la función de organizar estas nuevas lecturas del pasado" (12). La palabra del poder se ve cuestionada y desautorizada por el poder de una nueva palabra cuya meta es la reconstrucción del sujeto histórico de América Latina.

Dicha reconstrucción, como es natural, se realiza mediante el mito. Es claro que en ella, García Márquez reelabora una variada gama de mitos clásicos y bíblicos, tales como el diluvio universal, el paraíso, las siete plagas, el apocalipsis y la proliferación de la familia. Se ha notado que algunos personajes de Cien años de soledad son reminiscencia de héroes míticos: José Arcadio Buendía es, alternativamente, Abraham, Moisés o Jacob y Remedios, la bella, que sube al cielo en medio de sabanas blancas, sugiere la ascensión de la virgen. Cómo desconocer, entonces, que la novela exhala un halo mítico de principio a final.

De otra parte, en paralelo con el mito, la historia de América Latina se halla cifrada en el trasfondo argumental de Cien años de soledad. El descubrimiento y la conquista se llevan a cabo cuando José Arcadio Buendía y las familias primigenias fundan a Macondo. Nótese que a pesar del aislamiento, la Arcadia parece pertenecer a una unidad política superior, situación que caracterizó a las ciudades latinoamericanas en el período colonial. Roberto González Echevarría, con lucidez, hace caer en la cuenta de que la llegada a Macondo de Apolinar Moscote y sus soldados descalzos es el comienzo de la era republicana, a la cual sigue el estallido de las guerras civiles y la emergencia obvia de los caudillos. La novela continúa con el período de injerencia y dominación neocolonial por parte de Norteamérica, que concluye, precisamente, con la matanza de los trabajadores de la United Fruid Company. Sobreviene el diluvio, un tiempo de decadencia... y el viento apocalíptico que arrasa con Macondo al término de la novela. Como puede apreciarse, el periplo histórico de América Latina es narrado en un lenguaje que combina elementos míticos e históricos. Así, la historia y el mito convergen en el plano de los orígenes. Lo que le ofrece a García Márquez una inmejorable visión del pasado.

Es característica del archivo no sólo la historia, sino también las mediaciones (documentos) que posibilitaron su narración; la existencia de un historiador interno que lee los textos, los interpreta, los escribe; y finalmente, la existencia de un manuscrito inacabado que el historiador trata de completar. En el campo de la novela latinoamericana, existen diversas tomas de posición, tales como Aura, Yo el supremo, El arpa y la sombra, Crónica de una muerte anunciada y Oppiano Licario, en las que, efectivamente, hay una morada especial para los libros y los manuscritos. En el caso de Cien años de soledad, parece evidente que ese archivo, plagado de libros y manuscritos en donde alternativamente se cifra y descifra la historia, no puede ser otro que el cuarto de Melquíades. El ámbito gitano en donde "el tiempo sufría tropiezos y accidentes, y podía por tanto astillarse y dejar en un cuarto una fracción eternizada"(pág. 479). Recuérdese que este cuarto tiene el tiempo de su dueño. Es aquí donde una serie de personajes tratan de descifrar los pergaminos hasta que, finalmente, el último Aureliano traduce en voz alta los manuscritos y desaparece junto con Macondo. La novela en diversas ocasiones sugiere que lo que ocurre en este cuarto es irrepetible. Lo cual choca con la norma general de la ficción que no es otra que las repeticiones. En otras palabras, el tiempo es circular en la novela pero no en el cuarto de Melquíades. Como sostiene González Echevarría, cuyo estudio hemos estado citando, el archivo aparece para ser sucesivo y teleológico, mientras que el argumento de la novela es repetitivo y mítico. En realidad, Cien años de soledad está construida a partir de dos historias principales: una tiene que ver con la familia Buendía y culmina con el nacimiento del niño con cola de cerdo; la otra concierne a la interpretación de los manuscritos de Melquíades, una historia lineal de suspenso que culmina con el descubrimiento final por Aureliano de la clave para traducir los pergaminos.

En este punto, quizá sea conveniente citar a Foucault, para quien el archivo no es "la suma de todos los textos que una cultura ha guardado en su poder como documentos de su propio pasado, o como testimonio de su identidad mantenida; no entiendo tampoco por él las instituciones que, en una sociedad determinada, permiten registrar y conservar los discursos cuya memoria se quiere guardar y cuya libre disposición se quiere mantener" (13). El archivo es, más bien, la ley de lo que puede ser dicho, el sistema que gobierna la aparición de los enunciados como acontecimientos singulares. Es lo que define el sistema de la enunciabilidad. "No tiene el peso de la tradición, ni constituye la biblioteca sin tiempo ni lugar de todas las bibliotecas; como tampoco es el olvido que abre a cada palabra nueva el campo de ejercicio de su libertad; entre la tradición y el olvido, hace aparecer las reglas de una práctica que permite a la vez a los enunciados subsistir y modificarse regularmente. Es el sistema general de la formación y de la transformación de los enunciados" (14).

De este modo, a partir de una escritura disidente, aunque eminentemente literaria, contrapuesta al discurso hegemónico que ha institucionalizado la modernidad racionalista de Occidente, Cien años de soledad revisa, en términos de Foucault, el sistema general de la formación y de la transformación de los enunciados. Lo que supone no sólo un cuestionamiento de las leyes del pensamiento que han interpretado las circunstancias históricas de América Latina, sino, sobre todo, una transgresión de su sistema discursivo. García Márquez, devela, así, las posibilidades e imposibilidades enunciativas tanto de la historia como de la antropología, al tiempo que desconoce la ley de lo que puede ser dicho, esto es, el sistema dominante de la enunciabilidad.

Cien años de soledad, finalmente, sugiere el problema de la objetividad de la historia. No sólo en lo que concierne a la manipulación ideológica, sino también a la mediación que supone la interpretación de los acontecimientos. La cuestión es simple: si el historiador edifica su trabajo sobre la base de una serie de hechos excluidos, del mismo modo, es posible que muchos de los acontecimientos incluidos no hayan tenido lugar. Esto sin contar que donde hay discurso histórico, hay narración, es decir, invención. Por esta razón, García Márquez no busca narrar el mundo, sino más bien, narrativizarlo. Su objetivo no es mirar al mundo y relatarlo, sino construir un discurso que finja "hacer hablar al mundo y hablar como relato" (15). Para conseguirlo, el novelista tuvo que desandar sus pasos, evocar el canto de los juglares campesinos y descender, providencialmente, hasta la cara de palo de la abuela Tranquilina.


La discursividad del realismo maravilloso


"La sensación de lo maravilloso presupone una fe.
Los que no creen en santos no pueden curarse con milagros de santos,
ni los que no son Quijotes pueden meterse,
en cuerpo, alma y bienes, en el mundo de Amadis de Gaula o Tirante el Blanco".

Alejo Carpentier


En cuanto a Cien años de soledad, ya mencioné que la fórmula generadora de su proyecto estético consistía en incorporar la maravilla al plano cotidiano. He examinado, en otra parte, el sistema de las disposiciones, condicionamientos, si se quiere, que "empujaron" al escritor a este tipo de proyecto. Por tanto, deseo ahora detenerme en el análisis y la valoración del tipo de discurso con el que se entreteje la ficción garcíamarquiana. Como puede apreciarse, he decidido eludir la etiqueta de realismo mágico. Estoy de acuerdo con Irlemar Chiampi en que el término maravilloso presenta ventajas de orden lexical, poético e histórico que permiten significar con mayor rigor la nueva modalidad de la literatura realista de Hispanoamérica.

En este sentido, pienso que el tipo de discurso que construye García Márquez en Cien años de soledad tiene claras coincidencias con el proyecto que desde Cuba había elaborado Alejo Carpentier. Dieciocho años antes de la publicación de la novela garcíamarquiana, Carpentier dio a conocer su posición respecto de lo que debía ser el proyecto de la novelística latinoamericana. En el año 49 aparece El reino de este mundo, y prologando dicha toma de posición, una reflexión del escritor cubano que, con los años, se convirtió en una suerte de paradigma estético para las letras continentales. En ese prólogo, Carpentier explicitaba por primera vez la teoría según la cual toda la historia de América no era más que una crónica de lo real-maravilloso. Para el cubano, los escritores de América no necesitaban disfrazarse de magos a poco costo, como los surrealistas, para invocar una falsa maravilla. La realidad misma de América era, per se, maravillosa. La cuestión era, entonces, lograr percibir las inadvertidas riquezas de la realidad. De hecho, no había que inventar nada, sólo ampliar las escalas y categorías de la realidad. Lo que Carpentier llamó, muy a su manera, una iluminación inhabitual. Por supuesto, este modo de percibir la realidad histórica de Latinoamérica no podía menos que subvertir el canon de la racionalidad occidental. Para el autor cubano, "por la virginidad del paisaje, por la formación, por la ontología, por la presencia faústica del indio y del negro, por la Revelación que constituyó su reciente descubrimiento, por los fecundos mestizajes que propició, América está muy lejos de haber agotado su caudal de mitologías" (16).

Claro, se necesitaron muchos años para comprender que el pecado de Carpentier consistió en atribuir un concepto cultural (lo maravilloso) a una realidad específica (América Latina). En todo caso, el proyecto esbozado en el 49 fue desarrollado plenamente por Carpentier en su toma de posición del año 62, es decir, en El siglo de las luces. La siguiente declaración de García Márquez, resulta inmejorable para entender cómo se relacionan las diferentes posiciones que compiten al interior de los campos:

"El siglo de las luces apareció cuando ya estaba bastante adelantado en Cien años de soledad. Y lo primero que me sorprende es que allí había una concepción de la novela idéntica a la mía, y, claro, como coincidían tanto, me vi obligado a cambiar, porque hubiera parecido que yo las había tomado al calco de El siglo de las luces, novela por la que siento una enorme admiración. Alejo se mete a fondo en el Caribe, rastrea, inhuma, recrea a partir de ese mundo, y como quiera que es una zona común, coincidimos en muchos aspectos" (17).

Resulta curioso, no obstante, que ambos escritores hubieran llegado a proyectos estéticos tan parecidos, pues, si bien es cierto que el espacio cultural caríbico es común a ambos novelistas, el habitus intelectual del cubano y del colombiano se nutre de fuentes históricas muy diferentes. De cualquier modo, el hecho es que García Márquez desemboca en un particular tipo de escritura que logra producir un efecto discursivo de encantamiento en el lector. En oposición a la poética de la incertidumbre de la literatura fantástica, García Márquez propone una pragmática de la enunciación en la que el lector percibe una suerte de contigüidad entre las esferas de lo real y lo irreal. Lo sobrenatural, lo insólito, no es el otro lado, sino que se incorpora al plano de la realidad. Más aún, de la cotidianidad. "Como contrapartida, el realismo maravilloso propone un reconocimiento inquietante, pues el papel de la mitología, de las creencias religiosas, de la magia y las tradiciones populares consiste en traer nuevamente al heimliche, lo familiar colectivo, oculto y disimulado por la represión de la racionalidad" (18). Es así, precisamente, como el realismo maravilloso permite que se integren en un proyecto estético unitario, diversas caras de una sola realidad: la premodernidad del sujeto cultural vallenato, la racionalidad alternativa y moderna del ethos barroco, el dialogismo y la subversión axiológica del carnaval y la reinterpretación mítica de la historia latinoamericana que suponen las ficciones de archivo.

Como salta a la vista, el proyecto estético de García Márquez no preconiza el escapismo. Si bien es cierto que en el realismo maravilloso existe un sólido convencimiento en la trascendencia de un estado extranatural, en un código de leyes metaempíricas; la maravilla pura no es, en modo alguno, el material con que trabaja el escritor. Más bien, la propuesta de García Márquez apunta hacía la transposición de la realidad en escritura a través de la imaginación. Cien años de soledad consolida un nuevo modo de representación de la realidad, una superación de la causalidad del realismo y de su representación conceptual del mundo. De hecho, "la imaginación no es sino un instrumento de elaboración de la realidad. Pero la fuente de creación al fin y al cabo es siempre la realidad" (19). El proyecto garciamarquiano, en lugar de aislar al lector de la realidad, le concede, a través del placer de la lectura, una mayor lucidez acerca de su tiempo.

Sin duda, uno de los méritos mayores de este proyecto narrativo, consiste en la problematización de la perspectiva narrativa. El acto mismo de contar se ve cuestionado por un lenguaje que "al revelarse inadecuado al objeto, se retuerce en la elaboración de una constelación de significantes" (20). Recuérdese, por ejemplo, el lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos (pág. 79). La estética barroca puede ser entendida en términos de una rebelión a través del juego. "Más allá de la erotización de la escritura que el goce verbal supone, un profundo sentido revolucionario palpita en el lujo descriptivista, en las contorsiones y arabescos de imágenes preciosas, en la exuberancia lexical o en el ritmo tenso y enérgico de la frase barroca"(21). Es aquí donde García Márquez se acerca al linaje barroquista de su colega cubano Carpentier. En la escritura de Cien años de soledad el horror al vacío, la superabundancia, el aglutinamiento, son más que evidentes y constituyen uno de los elementos más significativos de su proyecto estético. América Latina aparece, así, como el continente de la desmesura, de la maravilla, cuyo auténtico espíritu no es otro que el barroco. Así pues, las contorsiones de la historia, el mito y la exuberancia lexical que se leen en Cien años de soledad tocan, a no dudarlo, la sensibilidad del lector latinoamericano como miembro de una colectividad en la que se reconoce e identifica. Una cultura surgida a partir de múltiples y complejos procesos de hibridación que busca afanosamente en la literatura el rostro oculto de su propia identidad.


NOTAS:

1. Ángel Rama. La novela en América Latina: panoramas 1920-1980. Bogotá, Procultura, 1982, pág. 339.
2. Ibid., pág. 340.
3. Ibid., pág. 347.
4. Ibid., pág. 348.
5. Ibid., pág. 127.
6. Ibid., pág. 351.
7. Rubén Jaramillo Vélez. Colombia: La modernidad postergada. Bogotá, Argumentos, 2ª edición, 1998, pág.10.
8. Ibid., pág. 113.
9. Ibid., pág. 114.
10. Marina Gálvez. La novela hispanoamericana contemporánea. Madrid, Taurus, 1987, pág. 45.
11. Roberto González Echeverría. Mith and archive: A theory of Latin American narrative. Durham and London, Duke University Press, 1998, pág. 18.
12. Martha Orello-Frosch. "La ficción de la historia en la narrativa Argentina reciente". En: The historical novel in Latin America (A Symposium). Daniel Balderston (Editor), Gaithersburgh, Ediciones Hispamérica, 1986, pág. 201.
13. Michel Foucault, Michel. La arqueología del saber, pág. 219.
14. Ibid., pág. 221.
15. Hayden White. El contenido de la forma. Narrativa, discurso y representación histórica. Barcelona, Paidós, 1992, pág. 18.
16. Alejo Carpentier. "Prólogo a la primera edición de El reino de este mundo", pág. 8. En: El reino de este mundo. Río Piedras, Ed. Universidad de Puerto Rico, 1994.
17. García Márquez habla de García Márquez. Bogotá, Rentería Editores, 1979, págs. 135-136.
18. Irlemar Chiampi. El realismo maravilloso. Caracas, Monte Ávila, 1983, pág. 82.
19. Plinio Apuleyo Mendoza y Gabriel García Márquez. El olor de la guayaba. Barcelona, Bruguera, 1982, pág. 31.
20. Irlemar Chiampi. Op. Cit., pág. 103.
21. Ibid., pág. 105.
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© Orlando Araújo Fontalvo

LA CASA DE ASTERIÓN
ISSN: 0124 - 9282

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