Voz "Estética"
Juan GREGORIO AVILÉS
Publicado inicialmente en Diccionario de Pensamiento Contemporáneo, Ed. San Pablo, Madrid 1997, pp.437-441.
ESTÉTICA – Al configurarla como un ámbito específico de la reflexión, la filosofía posterior a I. Kant ha disuelto la subordinación de la estética a otros supuestos de orden metafísico en los que el juicio sobre lo bello hallaba su fundamentación: en efecto, la vinculación platónica de lo bello con lo bueno y lo verdadero supone una imbricación metafísica de la belleza que la hace aparecer como una de las propiedades trascendentales del ser, siendo así manifestación de un acuerdo objetivo en la unidad del Ser, de lo perfecto. Puede inferirse de aquí que la consideración sobre lo bello, en la reflexión clásica presenta una dimensión cognitiva por cuanto presupone la aprehensión de una de las condiciones objetivas del ente.
A.G. Baumgarten (Reflexiones acerca del texto poético, 1735; Aesthetica, 1750) ha sido el primero en reservar el término estética para denominar el abordaje de problemas relativos a lo bello y a su esencia. Recuérdese a este propósito que aún en Kant la Estética trascendental aparece como la “ciencia de todos los principios a priori de la sensibilidad” (Krv, B 35/A 21), esto es, como disciplina que tiene por objeto lo relativo a la αίσθησις, sensación. Sin embargo, hay que decir que la obra que, de modo más claro, marca el nacimiento de la moderna estética no es la de Baumgarten, sino la Crítica del Juicio (1790) de Kant. Pues aquél se mantiene todavía en el plano de lo cognitivo, considerando el arte como conocimiento en un plano inferior, el sensorial (“gnoseologia inferior (...), scientia cognitionis sensitivae” Aesthetica, § 1), mientras que en Kant se produce un giro capaz de imprimir un movimiento diferente en la reflexión posterior, del Romanticismo a nuestros días. De hecho, la Crítica del Juicio desplaza la fundamentación del juicio de gusto hacia el acuerdo de la “forma de la finalidad” de un objeto “en el juego de las facultades de conocimiento del sujeto” (Ku, § 12); de modo que, al reposar el juicio estético sobre un a priori, la fundamentación recae en la estructura subjetiva universal. Repárese, empero, en que este acuerdo es de carácter formal y por tanto la finalidad que supone el juicio estético –frente al teleológico- es sin concepto, sin interés, una “finalidad sin fin”: así lo bello queda totalmente desprovisto del carácter objetivo que se le había reconocido en la tradición clásica, al tiempo que su dimensión cognitiva queda grandemente debilitada, como H. G. Gadamer (Verdad y Método, 1960) ha indicado. Se puede añadir a estas consideraciones, para ampliarlas pero también para confirmarlas, que la finalidad es un “concepto a priori que tiene su origen solamente en el Juicio reflexionante” (Ku, IV), esto es, en el Juicio para el que lo universal no está dado y que constituye el de gusto en juicio siempre inacabado en un proceso cognitivo imposible.
F. Schiller (y también, aunque en otro sentido, J.W. Goethe /1749-1832), desde supuestos clasicistas, ha intentado recomponer la unidad de arte y conocimiento mediante la vinculación entre belleza y moralidad, deber y placer, en el “alma bella” (Sobre la gracia y la dignidad, 1793) en la cual la naturaleza produce la espontánea aceptación de la regla de la razón práctica por la sensibilidad, aunque tal armonía también se constituya en ideal a realizar mediante la educación estética (Cartas sobre la educación estética del hombre, 1795). Sin embargo la escisión kantiana entre belleza y conocimiento atraviesa todo el Romanticismo: aquí el arte aparece como medio de la verdad, pero manteniendo siempre el carácter trascendente de ésta con respecto a la forma; al concebir lo infinito –verdad- en lo finito –forma- el espíritu romántico no admite la confusión entre ambos, toda vez que, si lo infinito se da plenamente en lo finito –la verdad en la forma-, ésta no es capaz de soportar el peso de lo que difiere radicalmente de sí misma, trascendiéndola. De modo que la insuficiencia de la forma reclama la producción de formas nuevas llamadas a disgregarse sucesivamente en un horizonte ilimitado de producción. De aquí el sentido religioso de los desarrollos de Novalis (1772-1801) al considerar la verdad, no como estructura dada de significado, sino como significado enigmático de lo finito, apariencia de lo infinito en la forma. De aquí también la exigencia de la paradoja y la ironía (F. Schlegel, 1772-1829) en la “continua alternancia autogeneradora de dos pensamientos en conflicto” (Fragmentos de “Athenäum”). Aun cuando se trata de un nombre claramente anterior al Romanticismo e incluso al margen de los movimientos que constituyeron la Ilustración europea, G. Vico había ya entrevisto temas cuya correlación con las tesis que nos ocupan merecería mayor detenimiento. En la Ciencia nueva (Scienza nuova prima, 1725; versión definitiva, 1744) Vico establece la unidad verum-factum y la fantasía como la facultad capaz de crear el factum que constituye la historia. De este modo la verdad quedaría subsumida en el horizonte de la capacidad poética –y mitopoiética- del hombre, establecida como el fundamento de su relación con el mundo. Esta concepción, que anticipa la tesis romántica de la reconciliación con la naturaleza originaria por mediación del arte, estará presente –al menos en sus presupuestos- no sólo en los autores románticos (incluso en F. D. E. Schleiermacher, 1768-1834) sino también en autores posteriores como G. Santayana (Interpretaciones de poesía y religión, 1900). Por otra parte, si las explicaciones apuntadas tienden a hacer recaer el peso de la fundamentación en la subjetividad –más o menos universalmente concebida-, hay planteamientos que hacen descansar lo bello en aspectos más objetivos así, F. W. Schelling (1775-1854) y G.W.F. Hegel (1770-1831) explican lo bello –y el arte- en el seno del movimiento de la dialéctica: aquél como identidad de los contrarios en el Absolutos, éste como manifestación de la Idea, manifestación –en el caso del arte- superada dialécticamente por la religión y la filosofía. También A. Schopenhauer (1788-1829) al concebir el arte como la revelación de las ideas en la contemplación serena de la objetivación dela Voluntad por el artista.
En el siglo XX, W. Benjamin (1892-1940) ha sido uno de los notables exegetas del Romanticismo, estudiando también las transformaciones operadas en la producción artística a partir de las condiciones que en el orden de la experiencia ha producido la sociedad capitalista decimonónica. Es importante su noción de aura que pretende dar cuenta de la recuperación de la experiencia pasada a partir del instante presente, merced a la memoria involuntaria; de este modo el carácter aurático del arte residiría en la experiencia olvidada de la subjetividad y recuperada como sentido en el “ahora del reconocimiento” que remite a un “ahora último”, mesiánico, como “apocatástasis histórica”. H.R. Jauss (Las transformaciones de lo moderno, 1989) ha visto en esta significación que, escondida en la obra, busca ser leída en el horizonte cambiante de la experiencia, una anticipación de la estética de la recepción. También ha ocupado el interés de Benjamín el arte postaurático de la cultura técnica capitalista, cuando se renuncia al concepto de experiencia, pues “ya no hay pasado que recuperar” (Sobre algunos temas en Baudelaire; La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica). En un plano más objetivista se sitúa la reflexión fenomenológica, vinculada al carácter axiológico de lo bello (N. Hartmann, 1882-1950) así como H.G. Gadamer quien reivindica el carácter cognitivo del arte, si bien más en la línea de G. Vico, frente a la pretensión de exclusividad del método científico.
Apunte para una prospectiva.
Si el Romanticismo, ahondando la escisión kantiana entre belleza y conocimiento, ha supuesto una merma en la dimensión cognitiva del arte, ello ha conllevado el riesgo de una disgregación que fragmentaría, no sólo lo real objetivo, sino también al sujeto y la experiencia. Por ello la recurrencia a la “nueva mitología” viene a implementar la necesidad de un horizonte de significado capaz de reunificar el dicho orden de la experiencia; pero esta postulación de la mitología, separada de cualquier fundamentación cognitiva y por tanto también axiológica, es, en el fondo, reconocida como infundada por los mismos románticos; de aquí la presencia de ironía y paradoja como elementos esenciales de la posición de éstos. Por ello adquiere valor el concepto benjaminiano de aura toda vez que, basado en la memoria involuntaria, es el intento de recomponer la unidad del sujeto en una experiencia recuperada. Precisamente la recuperación del sujeto, que ha quedado malparado en la reflexión estructuralista y postestructuralista es una de las preocupaciones de la reflexión estética contemporánea. Pero, perdida la ilusión ilustrada del retorno a una naturaleza común o a un sujeto universal al modo kantiano, ¿qué instancia podrá soportar el peso de tal recuperación? Y ello más decididamente cuando el poder remitologizador del arte se ve desbordado por el estrechamiento sucesivo e incluso la supresión del intervalo entre expectativa y experiencia, dada la aceleración histórica de nuestra época; y más si, como W. Benjamin indica, se ha invertido el orden de prevalencia y ahora es el proceso científico-técnico el que imprime su ritmo al arte, y no a la inversa, quedando así ampliado el efecto del carácter postaurático del mismo. Se forzaría entonces el desplazamiento de la cuestión del sujeto hacia ámbitos de explicación menos psicológicos que los supuestos en la noción de aura si bien no menos metafísicos.
Parece que la recuperación de la noción de sujeto tendría que pasar por la vinculación del acto de la producción artística y el de su recepción, lo que nos llevaría a un proceso hermenéutico que presupone la unidad en una razón que vincule a creador y crítico, como si en la obra hubiera una “exigencia de sentido” que buscara actualizarse bajo la mirada “epocal” del hermeneuta. Sin embargo, M. Blanchot (n. 1907), quien ha reconocido dicha vinculación entre ambas tareas, muestra la dificultad para aceptar dicha razón vinculante a no ser a partir de la postulación de un comienzo que, aunque postulado, vendría a ser el solo suelo estable para la significación. Efectivamente, el comienzo disimularía la cuestión del origen que, en el plano romántico, vendría indicada –como imposibilidad- en el hiato entre finito e infinito. Precisamente la imposibilidad de pensar el origen a partir de la razón unificadora marca para Blanchot la distancia infinita entre producción y recepción, dado que cualquier sentido en el que ambas se unificaría sólo puede ser presupuesto. Esa infinita distancia entre autor y lector vendría también dada en la misma conciencia del autor, cuyos momentos dialécticos, en sí y para sí, tendrían que ser mantenidos paradojalmente sin síntesis posible que pudiera dar cuenta del origen. De este modo, el sujeto, tanto autor como receptor, siempre se daría en una retirada negligente ante lo otro, con lo que no se puede rozar. No anda muy lejos de esto S. Weil (1909-1943. Espera de Dios 1966) al referirse al acto creador de Dios como una retirada y renuncia de su ser para permitir la existencia del mundo, siendo entonces la relación entre ambos una distancia infinita. Esta distancia entre autor y obra, y entre autor y receptor, e incluso del autor consigo mismo, es para E. Lévinas (Totalidad e infinito, 1971, 4ª) el lugar de la relación ética. Si a todo esto se suma la reflexión de M. Heidegger (1889-1976) sobre la ocultación de la verdad del Ser en la del ente y el hacerse histórica aquélla al ser poetizada, así como sus repercusiones en el planteamiento hermenéutico y en el estudio de la recepción de la obra, entonces nos hallaríamos ante una doble perspectiva: por una parte la inserción de la obra en la historia en un diálogo siempre inacabado que abre nuevos horizontes nunca agotados de significación; por otra la distancia íntima que la obra y su recepción ocultan y que hace indisponible –en su movimiento inconcluso- ninguna significación dada. Hablaríamos, pues, de un sujeto que no se entiende como totalidad cerrada y excluyente –árbitro universal de lo real- sino que, más bien retrocede ante el (lo) otro en un rehusar la unificación dialéctica que suprimiría la distancia irreductible. Esta consideración sería oportuna en tiempos como los nuestros, donde la imagen muestra su extraordinario poder constitutivo e instrumental tanto en el terreno de lo que se ha dado en llamar hiperrealidad (la imagen construye una realidad más real que la realidad misma) como en la constitución de identidades sean éstas sociales, nacionales o étnicas.
Lecturas.
S. GIVONE, Historia de la estética, Tecnos, Madrid 1990.
M. DUFRENNE, Fenomenología de la experiencia estética, Fernando Torres ed., Valencia 1982.
H.G. GADAMER, La actualidad de lo bello, Paidós/U.A.B., Barcelona 1991.
J.L. VILLACAÑAS, Tragedia y teodicea de la historia. El destino de los ideales en Lessing y Schiller, Visor, Madrid 1993.
M. FRANK, El Dios venidero. Lecciones sobre la Nueva Mitología, Ed. del Serbal, Barcelona 1994.
H.R. JAUSS, Las transformaciones de lo moderno. Estudios sobre las etapas de la modernidad estética, Visor, Madrid 1995.
R. WARNING (ed.), Estética de la recepción, Visor, Madrid.
M. BLANCHOT, El espacio literario, Paidós, Barcelona 1992.
Juan GREGORIO AVILÉS
Publicado inicialmente en Diccionario de Pensamiento Contemporáneo, Ed. San Pablo, Madrid 1997, pp.437-441.
ESTÉTICA – Al configurarla como un ámbito específico de la reflexión, la filosofía posterior a I. Kant ha disuelto la subordinación de la estética a otros supuestos de orden metafísico en los que el juicio sobre lo bello hallaba su fundamentación: en efecto, la vinculación platónica de lo bello con lo bueno y lo verdadero supone una imbricación metafísica de la belleza que la hace aparecer como una de las propiedades trascendentales del ser, siendo así manifestación de un acuerdo objetivo en la unidad del Ser, de lo perfecto. Puede inferirse de aquí que la consideración sobre lo bello, en la reflexión clásica presenta una dimensión cognitiva por cuanto presupone la aprehensión de una de las condiciones objetivas del ente.
A.G. Baumgarten (Reflexiones acerca del texto poético, 1735; Aesthetica, 1750) ha sido el primero en reservar el término estética para denominar el abordaje de problemas relativos a lo bello y a su esencia. Recuérdese a este propósito que aún en Kant la Estética trascendental aparece como la “ciencia de todos los principios a priori de la sensibilidad” (Krv, B 35/A 21), esto es, como disciplina que tiene por objeto lo relativo a la αίσθησις, sensación. Sin embargo, hay que decir que la obra que, de modo más claro, marca el nacimiento de la moderna estética no es la de Baumgarten, sino la Crítica del Juicio (1790) de Kant. Pues aquél se mantiene todavía en el plano de lo cognitivo, considerando el arte como conocimiento en un plano inferior, el sensorial (“gnoseologia inferior (...), scientia cognitionis sensitivae” Aesthetica, § 1), mientras que en Kant se produce un giro capaz de imprimir un movimiento diferente en la reflexión posterior, del Romanticismo a nuestros días. De hecho, la Crítica del Juicio desplaza la fundamentación del juicio de gusto hacia el acuerdo de la “forma de la finalidad” de un objeto “en el juego de las facultades de conocimiento del sujeto” (Ku, § 12); de modo que, al reposar el juicio estético sobre un a priori, la fundamentación recae en la estructura subjetiva universal. Repárese, empero, en que este acuerdo es de carácter formal y por tanto la finalidad que supone el juicio estético –frente al teleológico- es sin concepto, sin interés, una “finalidad sin fin”: así lo bello queda totalmente desprovisto del carácter objetivo que se le había reconocido en la tradición clásica, al tiempo que su dimensión cognitiva queda grandemente debilitada, como H. G. Gadamer (Verdad y Método, 1960) ha indicado. Se puede añadir a estas consideraciones, para ampliarlas pero también para confirmarlas, que la finalidad es un “concepto a priori que tiene su origen solamente en el Juicio reflexionante” (Ku, IV), esto es, en el Juicio para el que lo universal no está dado y que constituye el de gusto en juicio siempre inacabado en un proceso cognitivo imposible.
F. Schiller (y también, aunque en otro sentido, J.W. Goethe /1749-1832), desde supuestos clasicistas, ha intentado recomponer la unidad de arte y conocimiento mediante la vinculación entre belleza y moralidad, deber y placer, en el “alma bella” (Sobre la gracia y la dignidad, 1793) en la cual la naturaleza produce la espontánea aceptación de la regla de la razón práctica por la sensibilidad, aunque tal armonía también se constituya en ideal a realizar mediante la educación estética (Cartas sobre la educación estética del hombre, 1795). Sin embargo la escisión kantiana entre belleza y conocimiento atraviesa todo el Romanticismo: aquí el arte aparece como medio de la verdad, pero manteniendo siempre el carácter trascendente de ésta con respecto a la forma; al concebir lo infinito –verdad- en lo finito –forma- el espíritu romántico no admite la confusión entre ambos, toda vez que, si lo infinito se da plenamente en lo finito –la verdad en la forma-, ésta no es capaz de soportar el peso de lo que difiere radicalmente de sí misma, trascendiéndola. De modo que la insuficiencia de la forma reclama la producción de formas nuevas llamadas a disgregarse sucesivamente en un horizonte ilimitado de producción. De aquí el sentido religioso de los desarrollos de Novalis (1772-1801) al considerar la verdad, no como estructura dada de significado, sino como significado enigmático de lo finito, apariencia de lo infinito en la forma. De aquí también la exigencia de la paradoja y la ironía (F. Schlegel, 1772-1829) en la “continua alternancia autogeneradora de dos pensamientos en conflicto” (Fragmentos de “Athenäum”). Aun cuando se trata de un nombre claramente anterior al Romanticismo e incluso al margen de los movimientos que constituyeron la Ilustración europea, G. Vico había ya entrevisto temas cuya correlación con las tesis que nos ocupan merecería mayor detenimiento. En la Ciencia nueva (Scienza nuova prima, 1725; versión definitiva, 1744) Vico establece la unidad verum-factum y la fantasía como la facultad capaz de crear el factum que constituye la historia. De este modo la verdad quedaría subsumida en el horizonte de la capacidad poética –y mitopoiética- del hombre, establecida como el fundamento de su relación con el mundo. Esta concepción, que anticipa la tesis romántica de la reconciliación con la naturaleza originaria por mediación del arte, estará presente –al menos en sus presupuestos- no sólo en los autores románticos (incluso en F. D. E. Schleiermacher, 1768-1834) sino también en autores posteriores como G. Santayana (Interpretaciones de poesía y religión, 1900). Por otra parte, si las explicaciones apuntadas tienden a hacer recaer el peso de la fundamentación en la subjetividad –más o menos universalmente concebida-, hay planteamientos que hacen descansar lo bello en aspectos más objetivos así, F. W. Schelling (1775-1854) y G.W.F. Hegel (1770-1831) explican lo bello –y el arte- en el seno del movimiento de la dialéctica: aquél como identidad de los contrarios en el Absolutos, éste como manifestación de la Idea, manifestación –en el caso del arte- superada dialécticamente por la religión y la filosofía. También A. Schopenhauer (1788-1829) al concebir el arte como la revelación de las ideas en la contemplación serena de la objetivación dela Voluntad por el artista.
En el siglo XX, W. Benjamin (1892-1940) ha sido uno de los notables exegetas del Romanticismo, estudiando también las transformaciones operadas en la producción artística a partir de las condiciones que en el orden de la experiencia ha producido la sociedad capitalista decimonónica. Es importante su noción de aura que pretende dar cuenta de la recuperación de la experiencia pasada a partir del instante presente, merced a la memoria involuntaria; de este modo el carácter aurático del arte residiría en la experiencia olvidada de la subjetividad y recuperada como sentido en el “ahora del reconocimiento” que remite a un “ahora último”, mesiánico, como “apocatástasis histórica”. H.R. Jauss (Las transformaciones de lo moderno, 1989) ha visto en esta significación que, escondida en la obra, busca ser leída en el horizonte cambiante de la experiencia, una anticipación de la estética de la recepción. También ha ocupado el interés de Benjamín el arte postaurático de la cultura técnica capitalista, cuando se renuncia al concepto de experiencia, pues “ya no hay pasado que recuperar” (Sobre algunos temas en Baudelaire; La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica). En un plano más objetivista se sitúa la reflexión fenomenológica, vinculada al carácter axiológico de lo bello (N. Hartmann, 1882-1950) así como H.G. Gadamer quien reivindica el carácter cognitivo del arte, si bien más en la línea de G. Vico, frente a la pretensión de exclusividad del método científico.
Apunte para una prospectiva.
Si el Romanticismo, ahondando la escisión kantiana entre belleza y conocimiento, ha supuesto una merma en la dimensión cognitiva del arte, ello ha conllevado el riesgo de una disgregación que fragmentaría, no sólo lo real objetivo, sino también al sujeto y la experiencia. Por ello la recurrencia a la “nueva mitología” viene a implementar la necesidad de un horizonte de significado capaz de reunificar el dicho orden de la experiencia; pero esta postulación de la mitología, separada de cualquier fundamentación cognitiva y por tanto también axiológica, es, en el fondo, reconocida como infundada por los mismos románticos; de aquí la presencia de ironía y paradoja como elementos esenciales de la posición de éstos. Por ello adquiere valor el concepto benjaminiano de aura toda vez que, basado en la memoria involuntaria, es el intento de recomponer la unidad del sujeto en una experiencia recuperada. Precisamente la recuperación del sujeto, que ha quedado malparado en la reflexión estructuralista y postestructuralista es una de las preocupaciones de la reflexión estética contemporánea. Pero, perdida la ilusión ilustrada del retorno a una naturaleza común o a un sujeto universal al modo kantiano, ¿qué instancia podrá soportar el peso de tal recuperación? Y ello más decididamente cuando el poder remitologizador del arte se ve desbordado por el estrechamiento sucesivo e incluso la supresión del intervalo entre expectativa y experiencia, dada la aceleración histórica de nuestra época; y más si, como W. Benjamin indica, se ha invertido el orden de prevalencia y ahora es el proceso científico-técnico el que imprime su ritmo al arte, y no a la inversa, quedando así ampliado el efecto del carácter postaurático del mismo. Se forzaría entonces el desplazamiento de la cuestión del sujeto hacia ámbitos de explicación menos psicológicos que los supuestos en la noción de aura si bien no menos metafísicos.
Parece que la recuperación de la noción de sujeto tendría que pasar por la vinculación del acto de la producción artística y el de su recepción, lo que nos llevaría a un proceso hermenéutico que presupone la unidad en una razón que vincule a creador y crítico, como si en la obra hubiera una “exigencia de sentido” que buscara actualizarse bajo la mirada “epocal” del hermeneuta. Sin embargo, M. Blanchot (n. 1907), quien ha reconocido dicha vinculación entre ambas tareas, muestra la dificultad para aceptar dicha razón vinculante a no ser a partir de la postulación de un comienzo que, aunque postulado, vendría a ser el solo suelo estable para la significación. Efectivamente, el comienzo disimularía la cuestión del origen que, en el plano romántico, vendría indicada –como imposibilidad- en el hiato entre finito e infinito. Precisamente la imposibilidad de pensar el origen a partir de la razón unificadora marca para Blanchot la distancia infinita entre producción y recepción, dado que cualquier sentido en el que ambas se unificaría sólo puede ser presupuesto. Esa infinita distancia entre autor y lector vendría también dada en la misma conciencia del autor, cuyos momentos dialécticos, en sí y para sí, tendrían que ser mantenidos paradojalmente sin síntesis posible que pudiera dar cuenta del origen. De este modo, el sujeto, tanto autor como receptor, siempre se daría en una retirada negligente ante lo otro, con lo que no se puede rozar. No anda muy lejos de esto S. Weil (1909-1943. Espera de Dios 1966) al referirse al acto creador de Dios como una retirada y renuncia de su ser para permitir la existencia del mundo, siendo entonces la relación entre ambos una distancia infinita. Esta distancia entre autor y obra, y entre autor y receptor, e incluso del autor consigo mismo, es para E. Lévinas (Totalidad e infinito, 1971, 4ª) el lugar de la relación ética. Si a todo esto se suma la reflexión de M. Heidegger (1889-1976) sobre la ocultación de la verdad del Ser en la del ente y el hacerse histórica aquélla al ser poetizada, así como sus repercusiones en el planteamiento hermenéutico y en el estudio de la recepción de la obra, entonces nos hallaríamos ante una doble perspectiva: por una parte la inserción de la obra en la historia en un diálogo siempre inacabado que abre nuevos horizontes nunca agotados de significación; por otra la distancia íntima que la obra y su recepción ocultan y que hace indisponible –en su movimiento inconcluso- ninguna significación dada. Hablaríamos, pues, de un sujeto que no se entiende como totalidad cerrada y excluyente –árbitro universal de lo real- sino que, más bien retrocede ante el (lo) otro en un rehusar la unificación dialéctica que suprimiría la distancia irreductible. Esta consideración sería oportuna en tiempos como los nuestros, donde la imagen muestra su extraordinario poder constitutivo e instrumental tanto en el terreno de lo que se ha dado en llamar hiperrealidad (la imagen construye una realidad más real que la realidad misma) como en la constitución de identidades sean éstas sociales, nacionales o étnicas.
Lecturas.
S. GIVONE, Historia de la estética, Tecnos, Madrid 1990.
M. DUFRENNE, Fenomenología de la experiencia estética, Fernando Torres ed., Valencia 1982.
H.G. GADAMER, La actualidad de lo bello, Paidós/U.A.B., Barcelona 1991.
J.L. VILLACAÑAS, Tragedia y teodicea de la historia. El destino de los ideales en Lessing y Schiller, Visor, Madrid 1993.
M. FRANK, El Dios venidero. Lecciones sobre la Nueva Mitología, Ed. del Serbal, Barcelona 1994.
H.R. JAUSS, Las transformaciones de lo moderno. Estudios sobre las etapas de la modernidad estética, Visor, Madrid 1995.
R. WARNING (ed.), Estética de la recepción, Visor, Madrid.
M. BLANCHOT, El espacio literario, Paidós, Barcelona 1992.
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